
El matadero
(Salarrué)
Hay un solar,
una galera de teja.
Es casa sin paredes.
Los muebles: varas de tarro
atadas de pilar a pilar.
Las cortinas, de carne olisca,
las alfombras de cuero estacado.
Casa acalambrada, hedionda...;
casa mala, de matar la res;
rastro, rastro de sangre...
Hay charcos rojos en el suelo.
Hay postes con ergástulas:
altares del diablo
donde adoran rezando las moscas
negras,
rizadas como barbas de mono,
barba que se desplaza como gusanos de gusanera.
En el solar hay tres palos mochos
donde se están, llorando apersogadas
las víctimas.
La res presiente la muerte,
avisada por el zumo
de su propia sanguaza.
El matador
es un hombre gordo,
bofo,
de voz delgada (voz amujerada)
y delantal overo,
en rojo barrioso
y amarillo-verde
de huevo huero y bilis.
Es panzón y sonríe
con boca de chancleta.
Tiene manos peludas
y atamaldas.
¡Qué pobre hombre feo
y espantoso!,
si Dios lo perdona...,
¡que lo perdone!...
Amanece con un quinqué y un cuchillo
largo, largo...
Anda entre berridos
arrastrando su sombra
larga larga...
Le ayudan dos mozos
descamisados,
prietos como él.
Le siguen los pasos
tres perros
gordos, gordos,
pesados y sanguinolentos
como él.
Esta casa es una llaga
en el cerro.
La mantienen los dianches,
la custodian los zopes
en largos retenes,
por turnos,
entre graznidos y pleitos
y aletazos de escoba rota,
sobre los pedregales
y los basureros.
Un día el matador
se ahogará en su propia saliva,
alzando los brazos y dando traspiés,
rojo de asfixia.
Caerá donde destazan
y está mojado-caliente,
sanguinolente,
pestilente.
Un día se verá el temblor,
o el huracán, o el incendio
y la casa maldita
perecerá entre el polvo y el humo
y la res no llorará ya
nunca más, nunca más, nunca más...
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